viernes, 6 de julio de 2007

La ciencia como ideología tribal y el poder. Feyerabend, 1ª parte:

Hablábamos ya en un antiguo post de la ciencia como un conjunto de creencias, como una religión. Hoy toca ampliar esa visión desde la perspectiva de la utilización de esta ciencia por parte del poder (como sujeto decisor), tarea en la que nos ayudará el filósofo de la ciencia Paul Karl Feyerabend, y algún viejo amigo, como Thomas Kuhn o Humberto Maturana. En posteriores escritos sobre Feyerabend hablaremos ya de las posibilidades reales de alcanzar un conocimiento científico mediante el anarquismo epistemológico. A continuación viene la necesaria introducción coñazo: los que se la sepan que se la salten y los que quieran más que acudan a la anterior entrada sobre el particular.

Desde que Thomas Kuhn escribiera “Estructura de las revoluciones científicas”, la evolución del conocimiento ha dejado de considerarse como un proceso acumulativo, y se ve más bien como la insidiosa sustitución de viejos paradigmas por nuevos paradigmas. Así, por ejemplo, la mecánica newtoniana origina un nuevo paradigma, una verdadera “forma de hacer ciencia”, que se expande durante un tiempo y a continuación viene a ser sustituida por nuevos paradigmas entrantes: la teoría de la relatividad general o la mecánica cuántica. Los paradigmas son inconmensurables entre sí, es decir, no se pueden comparar sus enunciados en términos de verdad, puesto que cada uno de ellos origina un dominio cognitivo distinto, dentro del cual van a existir una serie determinada de problemas científicos y una serie de principios utilizados para solucionarlos. Cuando un paradigma triunfa, dice Kuhn, se asumen sus postulados como principios formales o shaping principles, de tal forma que un científico individual puede dar por sentadas esa serie de suposiciones y no necesita en su investigación tratar de reconstruir completamente su campo desde sus principios. Esto, naturalmente, facilita la investigación, pero hay que tener en cuenta, dice Kuhn, que lo que se está haciendo es asumir acríticamente una serie de enunciados como verdaderos.

De esta forma, en último término tenemos dos suposiciones generales no comprobadas:

1. Que el método científico revela una realidad objetiva que existe independientemente de lo que los observadores hagan o deseen.

2. Que la validez de las explicaciones científicas se apoya en su conexión con dicha realidad objetiva.

Se trata del objetivismo, el principio formal más básico de la ciencia, común a casi todos los paradigmas que llevan entrando y saliendo unos 300 años. Humberto Maturana es un gran crítico de esta creencia, y señala que “no hay ninguna razón, ni científica ni no científica, para pensar que tal realidad objetiva independiente existe”. Por supuesto, tanto el objetivismo como muchas otras premisas menores son absolutamente arbitrarias. Y todo cuanto se elabora en la ciencia asume inmediatamente la validez de estos criterios.

Partiendo de esta idea, Paul Feyerabend (a la derecha), nos va a afirmar tranquilamente que la ciencia no es más que una creencia, una ideología tribal. Esta idea puede argumentarse desde dos perspectivas:

En primer lugar, la ciencia es una creencia desde la perspectiva de los que la hacen, los científicos, dado que como hemos dicho éstos se fundamentan en un conjunto de conocimientos derivados de premisas arbitrarias sin vocación alguna de permanencia. Como dice Maturana, la racionalidad de un cuerpo de conocimientos científicos no es, por tanto, universal, sino autoreferencial, y la ciencia conforma un sistema cognitivo como cualquier otro; su validez dependerá de la aceptación por el sujeto del criterio de validación del propio sistema científico.

Pero, lo que es mucho más importante, la ciencia también funciona como una religión desde la perspectiva de aquellos que creen en ella. Feyerabend dice que la posición del científico en el mundo actual se asemeja a la del sacerdote en la antigüedad; el aura de verdad y bondad del oficio del primero se han trasladado socialmente a la figura del segundo. Dice más exactamente que:

“La ilustración del siglo XVIII hizo a la gente más madura ante las iglesias. Un instrumento esencial para conseguir esta madurez fue un mayor conocimiento del hombre y del mundo. Pero las instituciones que crearon y expandieron los conocimientos necesarios muy pronto condujeron a una nueva especie de inmadurez. Hoy se acepta el veredicto de científicos o de otros expertos con la misma reverencia propia de débiles mentales que se reservaba antes a obispos y cardenales, y los filósofos, en lugar de criticar este proceso, intentan demostrar su “racionalidad” interna”.

Y ocurre que, pese a cierto descrédito y desconfianza social crecientes en la actividad científico-técnica debido a cosas como Tchernobyl y Bhopal, el científico sigue constituyendo una figura de referencia que legitima la actividad político-económica; el científico se halla en la mismísima base fundacional de nuestra sociedad, está detrás de todo: revoluciones, guerras, comercio, regulaciones jurídicas, declaraciones públicas de políticos y empresarios y discusiones de café tal como este blog solipsista de la mesa del fondo a la izquierda.

La ciencia se utiliza como excusa para todo. En particular, decisiones políticas o económicas arriesgadas (que ponen en riesgo la seguridad de la población) van a gozar de una intensa legitimación científica. Gente de bata blanca, probetas humeantes tras la oreja y expresión alienada aparecerá por ahí soltando un sermón que acallará a las masas y las tranquilizará; entre sí se susurrarán: “lo ha dicho el padre Sagan, podemos estar tranquilos”.

La legitimación de decisiones impopulares es técnica vieja del poderoso. La ciencia se utiliza en ese sentido, no porque sea capaz de predecir el curso que seguirá una determinada acción, sino porque es la explicación de la realidad con más seguidores en la actualidad y por tanto causa simpatía hacia el acto de dominación que el poderoso se dispone a realizar. Así, en la antigüedad, de modo acorde con las creencias de la mayoría, se buscaba insistentemente una legitimación divina para las acciones del poder que por diversas razones pudieran resultar impopulares, tales como las cruzadas o la conquista de América, que recibieron ambas bula papal. Esto no quiere decir que la religión haya dejado de usarse como legitimación: los yihadistas actuales buscan claramente la legitimación divina en sus imanes, y Bush legitimó también de esa forma su invasión de Irak. Los gemelos polacos andan también por esos lares en cuanto al problema de la homosexualidad y hace poco escribimos sobre el museo del creacionismo en Kentucky, ese lugar donde todo puede suceder. Más atrás, la legitimación provenía de los brujos, los chamanes, los adivinos shang que predecían el futuro sobre conchas rotas de tortuga… siempre ha habido. La legitimación en todos estos casos es útil al poder ante los ojos de una población creyente en el ordenamiento legitimador y en que éste les llevará finalmente por el buen camino, ya sea al paraíso, a la sociedad sin clases o sencillamente a un progreso identificado con el crecimiento económico. Esas cosas nunca suceden realmente, solo se puede creer en ellas y entregar la propia vida a la Iglesia, el Estado o la Empresa para que ellos actúen por uno mismo, es decir, solo cabe esclavizarse a quien detenta la legitimación para mandar conforme al sistema de creencias vigente. .

En ocasiones, sin embargo, el problema es mucho más grave, porque los científicos, lejos de legitimar decisiones, están hoy en día adoptándolas directamente. Por medio de la fórmula de la remisión al Estado de la técnica, las Administraciones Públicas están renunciando a la regulación jurídica en cada vez más ámbitos y cediendo dicha competencia al cuerpo científico-técnico, un cuerpo que no ha sido elegido democráticamente y que carece de control público en todos los países salvo en la República Popular de China (que quizás gracias a eso tiene los cohetes más bonitos y futuristas, uno a la izquierda).

Y esto no es solo así, sino que además confiamos más en el científico que tiene más condecoraciones (los galardones se llevaban antes en la vestimenta emperifollada, pero hoy está de moda la imagen del líder sobrio con un largo currículum; descodificado, todo significa lo mismo: “La tengo más grande que vosotros”). De esta forma, la ciencia se ha jerarquizado: se ha establecido una jerarquía: los científicos de “reconocido prestigio” y “los demás”. Pero si la ciencia avanza mediante revoluciones que se extienden siempre desde las minorías, pero si los defensores de las viejas teorías nunca se transforman sino que tienen que morir, como decía el físico Max Plank, para que la ciencia avance… ¿Qué hacemos creando una jerarquía científica y confiando en su vértice?. Está claro, estamos reproduciendo como monos estúpidos esquemas ya medievales: estamos creando un nuevo Vaticano.

Finalmente, la ciencia, conforme al constructivismo, no está “descubriendo el mundo”, dado que no es más que otro sistema cognitivo autopoiético, como toda creación humana. Muy al contrario, la ciencia está “creando el mundo”, en la medida en que éste mundo cree en ella. Los “descubrimientos” y “teorías” científicas aceptadas por la comunidad se convierten en verdad en medio de una liturgia eclesiástica generalmente invisible. De esta forma, la ciencia se configura como una ideología tribal que va imponiendo poco a poco su forma de ver el mundo al mundo; de esta forma, se llevan sus productos: la democracia, los derechos humanos, el libre mercado y el racionalismo crítico a todas partes, si es necesario a sangre y fuego. Algunos presentan resistencia, pero en nuestra tierra, lo que hay es un manso rebaño de ovejas que se tragan todo lo que les dicen y luego además lo ponen en práctica (las vitaminas son buenas, las vitaminas son malas, los rayos ultravioleta son buenos, los rayos ultravioleta son malos, el móvil es bueno, el móvil es malo, yo hago lo que me ordena mi cura de la revista Science, cuyas contradictorias opiniones llegan a mi a través del presentador analfabeto pero con buena imagen de un telediario que lee el texto que un becario de la agencia X distribuyó, bondades de la globalización, a todos los países del mundo y que además de estar contaminado ideológicamente y censurado varias veces, perdió gran parte de su sentido en la traducción).

Feyerabend dirá que “un racionalista amaestrado será obediente a la imagen mental de su amo, se conformará a los criterios de argumentación que ha aprendido, se adherirá a ellos sin importar la confusión en la que se encuentre y será completamente incapaz de darse cuenta de que aquello que él considera como la “voz de la razón” no es sino un post-efecto causal del entrenamiento que ha recibido. Será muy inhábil para descubrir que la llamada de la razón, a la que sucumbe con tanta facilidad, no es otra cosa que una maniobra política”. Por ello se impone lo que Maturana y Luhmann llaman la “observación de segundo orden”, que es lo mismo que Krishnamurti llama “autoobservación”, porque la única forma de descubrir que se está prisionero es experimentar la libertad; la única manera de desmontar un orden en el que creemos es contrastarlo con una cosmovisión radicalmente distinta. Ningún orden tiene mecanismo racional de autodestrucción; si se asumen las premisas del cientificismo, es imposible desmontarlo, como sucederá con todo dominio cognitivo, ya sea idealista o realista.

La ciencia, por lo tanto, afecta de un modo descomunal a la sociedad y, por lo tanto, indudablemente requiere de un control democrático. Incluso apostar por una meta de investigación termina afectando ampliamente a la vida de todos los ciudadanos (piénsese en la bomba atómica), por lo que quizás fuera la sociedad quien debiera determinar las metas de la investigación. Esta idea no solo la propuso Feyerabend, sino también el sempiterno Rupert Sheldrake, al que cito tanto porque me cae bien dado que se llama como el osito de Stewie:

Si Rupert dice que no se investiguen nuevas formas de exterminio masivo, hay que hacerle caso.

. Al proponer el control democrático de la ciencia, Feyerabend, a diferencia de Hans Jonas, se sitúa por tanto en la línea de Protágoras y en contra de Platón, respecto al problema de quien debe tomar las decisiones, si “todos”, o si “el mejor”. Paradójicamente, en sociedades que se suponen democráticas, es en realidad el Papa el que decide lo que se hace, y por medio de un control ideológico de la población teñido de racionalidad y objetividad científica, hace creer a la sociedad que las decisiones las toma ella misma. Lo mejor del asunto es que él ni siquiera sabe lo que está haciendo… no hay un centro neurálgico, el poder está disperso, confundido, actúa casi al azar y en el más profundo desconocimiento de la realidad que lo rodea...

Liberen, en fin, el pensamiento de sus atávicas ataduras.

Libros recomendados:

- Humberto Maturana. Fundamentos biológicos del conocimiento.

- Paul Feyerabend. Tratado contra el método.

- Paul Feyerabend. Adiós a la razón.